lunes, 14 de abril de 2008

Nada más que la verdad



Si creemos que el umbral del estercolero ha llegado a su cima máxima, nos equivocamos. La perversión de la televisión sin fronteras siempre viene a demostrarnos que lo peor es poco y que el término más se antoja infinito. La basura campa a sus anchas y por mucho barrido o limpieza de cara siempre aparece un motivo mayúsculo para llevarse las manos a la cabeza.

Cuando estábamos huérfanos del pérfido polígrafo, viene un mandamás con ganas de ese más oscuro y nos regala una ración de rancismo audiovisual. Lo triste es que seres anónimos con una vida de cara a su galería se sometan a las cámaras para airear miserias e intimidades sonrojantes ante una audiencia necesitada de lo grotesco. Sus páginas de lo grueso, de lo invisible, de lo surrealista o patético enfocado con la maldad del morbo comecocos.

Más triste es que un equipo de profesionales, con una presentadora de dentadura sobrexpuesta, tenga que defender un invento innecesario de garras cuestionables. Peor es saber que hay espectadores que se apuntan al festín de la víscera y de lo risible, en un ejercicio de hipocresía sin igual. Cualquiera en el sofá de las verdades alteradas sufriría tan catarsis que ni una chequera de ceros a la enésima potencia justificaría.

Parece que nunca tenemos suficiente y que la exposición continuada de los horrores propios y ajenos nos insensibiliza sin remedio.

Por la dignidad, una televisión más arcoiris, menos claroscura.

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